Anexos a la Saga Echeverria
Anexo I El salvamento de la pelota
Querido padre: ayer soñé que alguien escribía una necrológica sobre mi muerte, te parecerá una manía enfermiza que sueñe estas cosas y también que ahora sea capaz de recordar mis sueños.
Siempre tuve la sensación de que en las noches no soñaba, pero claro probablemente era mi incapacidad de recordar lo soñado, ahora sin embargo con las capacidades mentales muy mermadas recuerdo los sueños con bastante claridad, tal vez sea porque lo irreal se ha vuelto más importante para mí que la realidad que vivo y he vivido.
Tal vez este sueño haya sido inducido por la última carta que te envié, en la que hablaba de cuando se le cayó la pelota al río a aquel niño en la carretera de Cañu. Pero tal vez el sueño fue inducido por unas necrológicas que encontré unos cajones, sabes que soy indiscreto las leí y sospecho que lo había escrito uno de mis hermanos para cuando llegar a mi fin que siempre pareció estar cercano.
Tal necrológica empezaba algo como así:
Tenía que llegar el día, y llegó por fin el descanso para aquella alma inquieta, presa de un cuerpo mediocre. Siempre viví cerca de él, si no en la distancia, sí en compartir sus sentimientos, inquietudes y esperanzas. Recuerdo muchas vivencias que compartimos. Nuestra familia vivió en diferentes destinos, por los que había pasado nuestro padre en el desarrollo de su profesión.
En resumen padre recogeré un relato en el que el “necrólogo” habla de mí de una forma barroca y me achaca una admiradora admirable, como verás, tal vez reconozcas al personaje central de la historia, por lo característico de su ser y por sus méritos, en esa fecha era una vieja, pero ¿sabes? los que llegan a viejos una vez fueron jóvenes y esta señora sé que muy vital y plena de vitalidad.
El relator le dio forma de relato y así comienza.
La incondicional
Rafael era alto, guapo y simpático. Había aprendido a nadar con nosotros, nuestra familia se bañaba en la Llongar. Así denominábamos allí a ese tramo del río Sella, donde se remansa durante kilómetro y medio, al sur de la villa de Cangas de Onís. En ese tramo el río ha excavado el valle en una profundidad de unos diez metros, dejando al descubierto rocas calizas y pizarras en los taludes laterales. El lecho está cubierto de regodones, así llamábamos a los cantos rodados. Este Vallina se abre hacia el Sur desde la aldea de Soto de Dego, situada debajo de los acantilados de piedra caliza de la margen occidental del río. En esta aldea tenían su casa solar los Cortina, la gente de la tan nombrada Cándida.
Al año siguiente de haber enseñado a nadar a Rafael descubrimos con gran sorpresa que Rafael nadaba mejor que todos nosotros. Él había estado entrenando ese invierno en el Club de Natación de Mieres y había progresado de un modo asombroso.
Ese verano mi hermano, el ahora difunto, le daba clases para ayudarlo a preparar la reválida de cuarto de bachillerato, donde se había atascado, era su tercer año. Todas las tardes Juaco salía de casa a las cuatro y media, y pasaba con Rafael en casa de su abuela un par de horas. La abuela de Rafael era una persona conocida y admirada en la comarca porque en los años 30, cuando se quedó viuda con hijos adolescentes, se hizo cargo de la empresa familiar, una compañía de autobuses en la zona de Cabrales, conduciendo ella cuando no había conductor disponible. Debo indicar que en los años 30 aquella zona estaba bastante revuelta, había bandoleros y en más de una ocasión la viuda sacó un revólver de la guantera del autobús para repeler un atraco.
Una tarde, Rafael salió de casa de su abuela, donde pasaba sus vacaciones de verano, y se vino a nosotros todo excitado, se quitó el jersey y dijo:
-Juaco, ponte este jersey.
Joaquín lo miró sorprendido y le dijo:
-¿Por qué?, No tengo frío.
-No importa, póntelo, estoy harto de las cosas de mi abuela.
A Joaquín el jersey le quedaba enorme, le sobraban mangas, los hombros le quedaban a medio brazo, vamos, que estaba hecho una facha con el jersey de Rafael.
-¿Lo ves? Y la abuela me dice que a ver si hago gimnasia y me pongo fuerte como tú. No lo entiendo, ¿Qué ve en ti? ¿Es porque me das clases? No, no lo entiendo.
Yo tampoco entendía que veía la viuda de Morán en Joaquín. Ahora pasados los años creo recordar algo que tal vez junto con otras pequeñas cosas, convertía a aquel adolescente endeble en algo especial a los ojos de aquella meritoria mujer.
Lo que voy a contar ocurrió a finales de febrero, el día estaba soleado, volvíamos a mediodía de las clases del Instituto. Al llegar al barrio nos encontramos a mi padre, quiero decir a nuestro padre, delante de los bloques de casas había un campito de césped natural, de prado, donde jugaban algunos niños pequeños. Algunas madres conversaban al tiempo que cuidaban de ellos.
A uno de ellos; nieto, por cierto, de la viuda de Morán y primo de Rafael; se le escapó la pelota que fue a caer al río. Su Madre dio un grito y corrió intentando detener la pelota. El río discurría en trinchera, unos diez metros por debajo del nivel del campo de juego de los niños. El río corría turbio y crecido por los deshielos. Mi padre nos miró y dijo: -Joaquín al agua y saca la pelota.
Yo miré al río color chocolate que corría y saltaba, como saltan los corderos cuando van en tropel, y pensé: “debe estar helado”. Vi como Joaquín se desnudaba, corría talud abajo y saltaba al agua; braceó hacia la pelota y volvió a la orilla, arrastrado por el agua, la alcanzó unos cien metros aguas abajo de donde lo esperábamos contemplando la escena.
Entonces luchó por aferrarse a la orilla, se cogió o a la rama de un árbol que estaba medio sumergido por la crecida y a duras penas alcanzó el ribazo. Caminó hacia nosotros por la orilla del río y subió el talud hasta alcanzar el campo donde lo esperábamos, le lanzó la pelota al niño y dijo: -"Voy a casa, tengo frío", sus dientes castañeteaban.
Yo le hice una chanza, no me hizo ningún caso. Vi como mi padre se despedía de las mujeres que habían contemplado la escena, me pareció que el orgullo lo llenaba por completo. Pensé: "Estos dos siempre serán los mismos", pero no dije nada.
En casa mi padre le dijo a Juaco: "Joaquín date una ducha caliente y ponte ropa seca". Mi Madre dijo: "Pero Bernardo, ¿cómo dejaste que se bañara el niño? ¿No recuerdas la pulmonía que cogió o hace unos años y por poco se nos muere?". Y así discutieron durante un rato.
Hora y media más tarde nos fuimos al Instituto y la vida continuo sin que diéramos más importancia a la “hazaña”, pero se ve que la viuda quedó impresionada por el asunto o y se volvió o incondicional de mi hermano, y sólo ella veía en él esas cualidades que su nieto no entendía, pese a la amistad que los unía.
En setiembre Rafael aprobó por fin la reválida de cuarto, sacó un siete. Cuando Juaco le preguntó:
-¿Qué te dijeron en casa?, seguramente esperaba alabanzas a su labor. Rafael le contestó:
-Que ya era hora.
De ese modo creo yo, mi hermano, el ahora finado, pasó a tener una admiradora que veía en él lo que otros no veíamos, quizás mi padre si lo viera, no sé, pero al fin se murió y su alma tendrá el reposo que no logró tener nunca en vida.
Tengo que hacer una anotación aquí, no entiendo por qué mi hermano en esta necrológica nos cambian los nombres, pero estoy seguro que esta historia habla de mi. Tal vez el cambio de nombres tuviera por objeto que no lo identificaran los curiosos que lo encontraran. Al fin y al cabo escribir una necrológica sin que se haya muerto tu hermano es algo que en el mejor de los casos es de mal gusto.
Anexo II La neutralización del loco.
Esta carta es una de una serie de cartas que le escribía a mi padre después de que él falleciera, para intentar solventar las cuitas que tenemos pendientes
Querido padre: tenemos un tema espinoso pendiente de tratar, solamente lo tratamos el día del encargo, luego me hice cargo de él asunto junto con mi inseparable hermano Juan, comenzaré contándote que tu pluma estilográfica se la entregué a él, una vez reparada. No recordarás que la heredé en vida. Pero fue así.
Yo te conocí dos plumas estilográficas Sheaffer, ambas eran de las que se cargaban con émbolo y tenían una especie de aguijón hueco en el centro del soporte del plumín, no se si tú lo llamabas vástago, que se introducía en el tintero, supongo que para no manchar el plumín al cargar.
La primera de esas estilográficas, creo recordar, te la regaló mi padrino de bautismo el tío Manuel Echeverría Menéndez, del que nunca recibí un Roscón de Reyes, ni le entregué mi palmera de Domingo de Ramos, como hacían y recibían otros niños, el pobrecito se murió de cáncer muy pronto y además vivía en Nueva York, realmente nunca lo vi teniendo yo uso de razón, porque se murió antes de que yo la adquiriera y sabes que creo haberla adquirido muy pronto, pese a que no empecé a pecar oficialmente hasta los 8 años, que es cuando hice mi Primera Comunión y mi primera confesión.
Volveré a la pluma que te regaló en tío Manuel, que era tan buena que pese a que Juan fue capaz de clavarla en una mesa y debió quedar cimbreándose como una espada clavada en un tronco, tú la arrancaste de la mesa como Arturo arrancó de la roca a la espada Excalibur y esa maravillosa pluma siguió escribiendo bastantes años.
Luego alguno de mis hermanos le arrancó la espiga y ya por esas fechas no cargaba bien, pese a que tú cuando la cargabas la limpiabas siempre ceremoniosamente.
No se cómo la sustituiste por una casi idéntica, que nos sé quien te la regaló, porque era un lujo que creo no te podías o querías permitir. Hoy pienso que el “plumicidio” lo habrá cometido juan, el mismo que te quitó de usar gafas cuando te rompió los cristales de aquellas tan bonitas, de pasta color carey y ya no te compraste otras, “eran de lejos”, al ser ligeramente miope pasaste a ver peor en la calle, pero lo soportaste con tu habitual estoicismo y conformidad.
Ya una vez jubilado, jubilaste esa segunda pluma que ya tampoco cargaba bien y te veías obligado a cargarla a diario, en un viaje a tu casa, ya vivías en Oviedo en la casa de la familia, en Martínez Vigil 9, me regalaste esa pluma casi inservible y también con la espiga rota. Me dijiste:
-Joaquín te la regalo porque estoy casi seguro que serás el único que te tomaras la molestia de que se repare y quede útil.
Ya en esa fecha había cerrado “Plumas Sacristán” y no era fácil encontrar un taller de plumas estilográficas, que estaban en desuso. Encontré un taller que regentaba alguien de apellido Gusano, que supuse era familiar de mi amigo Miguel Ángel. Me sustituyó el capuchón por otro usado, pero entero, idéntico y acabado en oro como el tuyo y reemplazó todo el equipo del emboló. En resumen, de tu pluma solamente quedaba el punto o plumín por así llamarlo y el cuerpo en el que estaba insertado.
En el siguiente viaje a Oviedo, una vez restablecida tu pluma, se la entregué a tu preferido, a Juan, porque pensé que también era el tuyo y algo tan personal como tu estilográfica debería estar en poder y custodia de ése.
Pero ya está bien de hablar de plumas de escribir.
De lo que te quería hablar es “del encargo”. Yo tenía quince años y supongo que no pesaría 50 kg, ni mediría más allá de metro sesenta. Aquel loco se desquició más y en uno de sus delirios intentó agredirte, tú representabas todo lo que él en su megalomanía hubiera querido ser. El pobre loco había sido tu alumno de bachillerato y te admiraba tremendamente, había sido un alumno de una gran brillantez, pero no sé a causa de que se desequilibró y falló en sus estudios, quiso ser ingeniero, fracasó y terminó de volverse loco. Aquellas escuelas eran de una dureza estúpida que desequilibraron a algunos de nuestros mejores jóvenes.
Cuando el loco volvió del manicomio representaba un peligro y me citaste para hablar sin interferencias. Me repetiste la escena del Cid. Te lo recordaré, porque ahora tal vez tengas la cabeza ocupada en cosas más importantes que recordar nuestras conversaciones y nuestros asuntos no siempre cómodos ni fáciles ni para ti ni para mí.
Me dijiste:
-Joaquín te acuerdas de la escena en la que el padre del Cid le encarga que desafíe al conde Lozano.
Yo te dije:
-Sí papá me acuerdo perfectamente.
Tú seguiste con tu discurso y me dijiste:
-Recordarás que cuando el Cid fue armado caballero y a él y al Infante Alfonso les puso las espuelas la infanta doña urraca, el maestro de ceremonia fue el padre del Cid que ya no era almirante de Castilla porque era un viejo, tendría ya cerca de sesenta años. Lo había sustituido el conde Lozano y éste se ofendió tremendamente cuando fue suplantado en la ceremonia por su antecesor en el cargo.
-Durante la ceremonia o más bien al final de la misma, supongo que sumergidos en los vapores del alcohol, ya sabes que los asturianos beben mucho y el conde Lozano era de esa estirpe, se enfrentó al maestro de ceremonias y le dio una bofetada.
-El padre del Cid se aguantó al estar presente el rey y toda la corte y se reservó para tomarse la revancha en frío.
Al parecer, ya en el hogar familiar el antiguo almirante de Castilla fue llamando a sus hijos de mayor a menor, los fue entrevistando en privado, como hacías tú ese día conmigo y le dijo al mayor dame la mano, él le contestó:
-¿Qué quieres padre? y le entregó su mano, que inmediatamente fue mordida cruelmente por su padre.
El joven tiró de su mano liberándola y retrocedió quejándose del dolor, su padre le dijo:
-Hijo mío, tú no me vales para lo que necesito. Así sucesivamente fue probando a cada uno de sus hijos.
Cuando ya no le quedaba más que Rodrigo, repitió la escena y para su satisfacción vio la ira de Rodrigo en sus ojos y como le gritaba:
-Cesa padre, si no fueras mi padre… perderías la vida en este momento.
El almirante, y digo almirante porque nunca se deja de ser esas cosas, le dijo:
-Tú eres mi hombre Rodrigo, recuerda lo que ocurrió, aunque no lo presenciaste y la ofensa que recibí del conde Lozano, desafíalo y mátalo si ha menester.
Después de recordar esta historia me dijiste:
-Tú eres mi hombre, sabes que ha vuelto a la libertad el loco, coje tu hermano pequeño y acósalo, desafíalo de forma discreta e intenta que inicie una agresión contra ti. Se discreto no inicies la agresión bajo ningún concepto, déjalo que la empiece él, pero si lo consigues procura pisarle el cuello cuando lo tengas en el suelo, es la mejor manera de neutralizar a una persona. Confío mucho en tu espíritu, pero poco en tu cuerpo, por eso te pido que lleves a tu hermano pequeño que es mucho más acto para la pelea.
Tu y yo no volvimos hablar de este asunto nunca más, llegaba el verano y las vacaciones escolares. Ese verano me pasé muchas horas buscando el encuentro con el loco y provocándolo siempre acompañado de mi hermano pequeño, a la sazón él tenía 13 años, pero era corpulento y aunque tenía mi misma envergadura pesaba varios kilos más que yo y tenía mucho mejor distribuida su masa muscular, ya era un pequeño coloso.
Teniendo en cuenta la edad y la corpulencia del loco nadie hubiera pensado que nosotros éramos enemigos para él, pero la decisión y la determinación son tan importantes como las capacidades físicas, yo sabía que los gallos de pelea pesan la mitad que un gallo Rhode Island y eso no impedía que éstos no fueran enemigo a la altura de aquellos.
No sé si sabes que en mi acoso, a veces, estuve riéndome del loco que estaba lanzando bolas en la bolera, riéndome de su inutilidad como jugador de bolos a menos de 4 m de él, lo cual con una bola en la mano lo hacía temible, pero no importaba éramos dos, si me hubiera dado un bolazo a mí, tal vez me hubiera matado, pero había repuesto para cumplir la misión y eso era lo que me habías encomendado. Llegó un momento que él abandonaba los lugares cuando nosotros llegábamos y se acabó aquella amenaza.
No te quiero cansar más con mis batallitas propias de un viejo que ya no se puede recrear más que en el recuerdo, por la incapacidad de acometer nada que valga la pena.
Estoy cansado, ya no soy capaz de seguir escribiéndote, pero tú sabes que fue como fue y que siempre pese a nuestras discrepancias y enfrentamientos intenté cumplir tus misiones. No te voy a hablar hoy de el día que me mandaste sacar aquella pelota que se cayó al río en plena crecida, con las riadas del deshielo, el Sella corría como un arroyo, saltaba el agua como saltan unos por encima de otros los corderos de un rebaño perseguidos por el lobo, me arrastró más de 100 m antes de conseguir llegar a la orilla pero eso ya no importa, tú sabías que lo haría y no se te ocurrió mandar tirarse al río a Juan mucho más dotado para la acción, tú sabes que ese día pude coger otra vez la pulmonía que por poco me mata unos años antes, pero sabías lo que hacías y no era muy importante el riesgo. Te quiero y tu confianza todavía me llena de orgullo.
No espero que me contestes porque ya nunca lo haces, pero seguiré escribiéndote.
Anexo III La exigencia excesiva
Querido padre: como te decía encontré los escritos de mi hermano despidiéndose de mi y como quiera que creo que no te los dio a conocer, te los envío, te envío éste. Verás que no siempre es fácil vivir bajo la sombra de un árbol frondoso, te aseguro que la sombra no siempre es protectora, a veces es inclemente.
Al hilo de esta afirmación te diré que hay un cuento de Jack London, creo es de la serie de buscadores de oro en Alaska, esa serie me gusta mucho, en particular el que se refiere a un matrimonio, cuyo marido al ver en los periódicos los precios que alcanzan los huevos en Alaska, gasta todo su patrimonio en llevar un gran cargamento de huevos, este hombre es un inútil que trata con desprecio a su mujer, que es una personas sensata, pero lo que cuenta London es que el infortunado descubre que cuando llegan a Alaska después de una serie de vicisitudes los huevos están podridos y no les queda nada. No recuerdo si al final la esposa lo abandona y aunque no me gustan los divorcios, creo que es lo que se merecía ese necio.
Volviendo a la sombra inclemente, en otro cuento de esa serie un buscador de oro se extravía y está muerto de frío y cuando encuentra leña para hacer un fuego y calentarse se le ocurre hacer el fuego debajo de un árbol y el calor de la hoguera descongela la escarcha de las ramas, el agua cae sobre el fuego y el caminante extraviado es incapaz de prender otro fuego y muere congelado.
Tu te dirás ¿a que viene esto?, pues viene a que ser tu hijo, ser hijo de un chamán, de alguien tan admirado que a veces despierta envidias, pero que nadie osa ofender directamente, no fue fácil, mis hermanos lo llevaban mejor a mi hermano mayor lo respetaban los profesores más de lo que se respetaban entre ellos, no sé porqué, pero era así. Al que me sigue no lo molestaban, estaba también en un estatus especial, buen deportista, buen carácter, hombre optimista, no se tomaba un agravio, en resumen no sufría por el frio de tu sombra.
Pero mi caso era distinto, tu me tenías en una alta estima que los de más profesores no compartían contigo, además al ser poca cosa y tal vez tomarme a mi mismo demasiado en serio, sospecho que lo más benigno que pensaban de mi era que era un chisgarabís.
No tiene importancia que los que se permitían esas críticas tuvieran razón o no. Lo que importaba era que era demasiado peso, para tan poca personalidad y mi dolor no recibía el consuelo de la comprensión, siempre exigiendo un poco más y usando frases lapidarias como la del rey Felipe, que después de una batalla cuando le dicen que los castellanos se portaron tan bien como los que más asegura no quedar conforme y dice: “Por mejores los mandé yo”. No lo entendías, pero yo estaba todavía demasiado tierno para intentar curarme al fuego, como se curan las varas de fresno.
Ahora trascribiré el capítulo de esa necrología anticipada hecha por ese hermano que me quiere, pero se divierte con mis cosas.
La pelea con Don Honorio
Juaco se tenía por un buen estudiante, parecía que tenía cierta facilidad para los conceptos numéricos y algebraicos, pero en mi opinión no era un buen estudiante, porque estudiaba poco y sólo aquello que realmente le interesaba. Sacaba buenas notas en el área de ciencias y no del todo malas en el resto de las materias. El catedrático de Física y Química conocía a nuestra familia desde su juventud y tenía una extraña relación de amor-odio con nuestro padre. Con frecuencia cuando se encontraba con él le hablaba de nuestros estudios y siempre le ponía alguna pega al rendimiento de mi hermano, mi padre que consideraba que su hijo Juaco era una persona brillante en Matemáticas y Física se subía por las paredes con esas críticas veladas. Y le armaba líos a Juaco, diciéndole: -“Don Honorio no te tiene ningún respeto, el ninguneo al que te somete no se atrevería nunca a hacerlo con tu hermano mayor”. Juaco le contestaba: -“Pero papá, ¿Qué puedo hacer yo?” se lamentaba mi hermano, sintiéndose impotente.
Mi Padre insistía y el pobre Juaco se sentía muy desgraciado por no poder satisfacer a su padre y no saber cómo enfrentar su relación con Don Honorio.
Recuerdo una tarde en la que al entrar a laboratorio de química me pareció oír una conversación, yo o iba con mi curso a hacer una práctica, al entrar vimos a Don Honorio y a Juaco. Juaco tenía una chaqueta en la mano, se la puso y marchó muy apurado, sin decir nada. Don Honorio le dijo a Don Lucas, que era nuestro Profesor: ¡Estos chicos!
Esa tarde Juaco me dijo que había ido a ver a Don Honorio a pedirle explicaciones por el trato que le daba, al parecer la conversación subió de tono y Don Honorio lo empujó, Juaco se quitó la chaqueta, fue cuando llegamos nosotros e interrumpimos la discusión.
Días más tarde, un compañero de Juaco, del Dago, me dijo: -Pregúntale a tu Hermano si todavía tiene las orejas calientes-. Del Dago era compañero de Juaco, era mayor que él y algo socarrón, era un aldeano socarrón, entrenado en las chanzas en las tertulias que se celebran cuando se reparan los aperos de labranza en las tardes oscuras del invierno.
Le pregunté a Juaco: -¿Qué te pasó?, Me comentó del Dago que te había pasado algo que te había dejado las orejas calientes.
Me contestó: -Lo cierto es que anteayer fui a ver a don Honorio al laboratorio. Le dije:
-Don Honorio estoy quejoso porque creo ser el mejor alumno de la clase y usted me trata mal y usted pone notas mejores algunos alumnos cuando usted sabe que soy el único que hace los problemas y los demás los copian de mí. Además usted le va con cuentos a mi Padre y él me vuelve loco. En un momento dado cuando la conversación se acaloraba don Honorio me empujó. Ya me conoces, me sentí agredido y me quite la chaqueta, estábamos cerca de llegar a las manos cuando apareció un curso completo con don Lucas y afortunadamente interrumpió la discusión. Esta tarde Don Honorio me sacó en clase y me preguntó la ecuación de la parábola, intenté desarrollar la teoría usando derivadas y no con el método simplificado que usa el libro. Don Honorio que no sabe una palabra de derivadas, empezó a meterme los dedos, comencé a ponerme nervioso y perdí los papeles. Don Honorio triunfante me dijo siéntate Joaquín y continuó su ridícula clase de anécdotas, ya sabes qué es lo único que explica. La verdad es que lo pasé muy mal y además ahora Don Honorio se irá con el cuento a papá y me va a marear.
Pasados unos días mi Padre le dijo a Juaco: -Me dice Don Honorio que te ve triste y que no intervienes en clase. ¿Te pasa algo?-
Juaco dijo que no, pero que estaba harto de Don Honorio y que no iba a andar a sus cuentos. Mi Padre no insistió más.
Cuando estuve a solas con Juaco le dije: -¿A qué venía eso de que estás triste?.
Juaco me dijo: -El que está triste es él, está acostumbrado a que yo asienta con la cabeza cuando da clases, cada vez que explica algo me mira esperando mi asentimiento. He decidido volverme estatua de sal y no reaccionar nunca cuando me mira. Esto lo descompone y es incapaz de dar la clase si yo no asiento. Así que hasta que se acostumbre a esta forma de dar la clase va a pasar una temporada de nervios y eso fue lo que le dije a papá-.
La verdad padre es que no me acordaba de esta anécdota, estoy casi seguro de que tu la ignorabas. Estoy seguro que no te sorprenderá y pese a mi fracaso ese día en la pizarra, esta vez sí considerarás que estuve a la altura de la circunstancia, sé que tu eres justo y no exiges el triunfo siempre, sólo se nos puede pedir que no nos arruguemos cuando llega la ocasión, como tú en la Loma del Canto que aguantaste y desalojaste la posición enemiga bajo el hórreo y acabaste muy mal herido o como Ignacio que comparte contigo las sobremesas del Cielo y aunque no pudo acabar con los terroristas, fue excelente porque no se arrugó y aguantó como los buenos.
El encontronazo con Cativo.
Querido padre: hoy te voy a contar algo que no conoces, lo encontré entre los papeles de mi hermano, no sé porqué me llama Juaco, supongo que es para que no se nos identifique, la trascribo tal cual, porque no quiero quitarle frescura con mi manía de enredar las cosas.
“Cativo era malo, lo llamaban así por su conducta, había jugado al fútbol en el equipo local y sin ser un gran jugador lo habían alineado durante unos años. Recuerdo haberlo visto agredir a un árbitro después de un partido aprovechando el apoyo que le daba el hecho de estar en su pueblo, rodeado de la obcecación local.
Un día al salir del Instituto se me acercó Juaco, me dijo: "Fernando ven conmigo, no te vayas con Manolo", por aquellas fechas era frecuente que cada uno de nosotros anduviera con su grupo de amigos.
Contesté: "¿Qué te pasa?, ¿Qué quieres?”
-No pasa nada, pero esta tarde tuve un problema y no quiero estar solo por sí me encuentro a Cativo.
Por aquellas fechas yo, con mis 13 años, ya era más fuerte y más grande que Juaco que ya había cumplido quince. Además ya estábamos boxeando en aquel gimnasio que habíamos improvisado en el local que nos habían cedido en la cárcel y yo tenía una cierta reputación de boxeador.
Me contó que no habían tenido clase de Física, al parecer Carmina la mujer de Don Honorio estaba mala y los habían dejado salir a jugar al campo de fútbol durante esa hora. Era un día de sol y había mujeres y niños sentados en la falda de la colina que bajaba desde la capilla de Santa Cruz al campo de fútbol. Las mujeres cosían y cuidaban de sus nenes.
En el córner junto a la capilla paseaba Cativo, a la sazón tendría unos 35 años, quizás 40 y tal vez hubiera estado en el extranjero trabajando, hacía tiempo que yo no era consciente de su existencia.
Me contó Juaco que en un momento dado la pelota se acercó al área de córner donde no había nadie. Cativo, los miraba mientras jugaban, corrió hacia la pelota y de un patadón la lanzó al otro extremo del campo. Los alumnos, aunque molestos, no dijeron nada y mi hermano se desplazó a jugar en esa zona.
Cuando la pelota volvió a esa banda Cativo repitió la patada al balón y mi hermano se acercó y le dedicó unas palabras amenazadoras. Cativo era mucho más corpulento que Juaco y lo empujó, Joaquín no se amilanó y sorprendió a Cativo con un empujón que lo hizo trastabillar. Enseguida llegaron Herrero y Gallagoya y se pusieron a ambos lados de Joaquín, eran mayores que Juaco y además los chicos más fuertes del curso. Al parecer Cativo se encogió y marchó avergonzado.
De vuelta a casa no pasó nada. El domingo por la tarde Joaquín me pidió que lo acompañara, y nos acercamos al Café Colón, donde grupos de hombres jugaban la partida de cartas. En una mesa jugaba Cativo. Juaco se acercó a la mesa y yo fui a su zaga. Cuando Cativo lo vio se incorporó en la silla y lo miró desafiante, yo hice acto de presencia, me puse al lado de Juaco, Cativo se volvió a sentar y no dijo nada.
Chicos de nuestra edad eran inusuales en aquel lugar, paseando entre las partidas. Permanecimos un rato alrededor de las mesas, la gente nos miraba como si dijeran: “¿Qué hacen estos críos por aquí?”. Cuando nos pareció que ya era suficiente nos fuimos al cine. Pienso que algunos de los presentes supieron lo que estaba pasando, por las miradas de inteligencia que me dirigieron. Ya nunca volvimos a preocuparnos de Cativo, aunque me lo encontré jugando al fútbol años más tarde y supongo que él no disfrutó mucho de esos encuentros, pero esa ya es otra historia en la que Juaco no tuvo nada que ver.
Padre cómo puedes ver esta historia nos la reservamos y en aquella fecha no te dijimos nada, pero también puede ser que tu la conocieras, allí no había secretos y tal vez Manolo el conserje te haya contado algo de esto, pero bueno, esto ocurre muy poco tiempo antes del encargo que me hiciste y si conocías esta historia, tal vez por ella cogiste una mayor confianza para encargarme la resolución de aquella.
Pero bueno, bien está lo que bien acaba y resulta que hace una temporada que paseando con alguno de mis hijos me paró Morín, el que se casó con la hija de Teresa, donde el Puente Romano y me dijo:
-Acuérdome como si fuera ahora, vosotros que erais unos críos pasando entre les partides del Colón, buscando a Cativo, mirándolu, yo os vi y supe lo que pasaba, conmigo allí no os podía pasar nada, yo siempre supe apreciar a los buenos y vosotros lo erais muchu.
No lo sabíamos, el mundo está lleno de gente buena, de ángeles de la guarda, pero protegen más a quien se respeta y no se deja, eso lo sabemos bien.
Creo que entre los papeles de Juan, que encontré, hay alguna otra historia que tal vez te interese y te entretenga, además tal vez se la puedas contar a Ignacio que aunque es muy bueno y no necesitó encontrarse en estas situaciones cuando se vio en la ocasión se portó como los mejores. Yo creo que Dios lo escogió para darnos ejemplo, espero que no se escandalice al conocer estas cosas.
Volveré a escribirte, si no me puedes contestar al menos haz un signo, mándame una señal, algo, no sé…
Una situación ridícula
Querido padre: sigo desenterrando el archivo de mi hermano, no sé si él lo tenía guardado para hacerme una necrológica, pero es claro que habla de mi, aunque me cambie el nombre. Siempre fui objeto de su amor y comprensión, aunque a veces le causé más hilaridad que otra cosa, pero te la envío tal cual, por si a ti te divierte y de paso se lo comentas a Ignacio para que se ría un poco a mi costa por mis exageraciones.
“Esta historia transcurre en domingo. Yo siempre creí que los domingos hacía mejor tiempo que el resto de la semana, era como si sintiera que Dios quisiera que fuéramos más felices en su día. Ahora, de viejo, creo que como los domingos salíamos de casa más tarde que el resto de la semana, a esa hora ya había más luz y la temperatura era más benigna. Como decía, era domingo y ya habíamos finalizado la catequesis y esperábamos para entrar a la misa. Juaco tendría unos once años, los domingos íbamos juntos a la iglesia, que distaba unos dos kilómetros de nuestra casa, vestidos como gemelitos.
Los domingos la villa de Cangas tenía el privilegio de celebrar mercado de los productos agrícolas de la comarca y feria de ganado. Así es que todos los domingos concurrían al mercado de Cangas de Onís comerciantes y clientes de la comarca y de otras más alejadas por ser el único lugar que tenía este privilegio.
Esa mañana el sol brillaba alegre, como ocurría las mañanas del domingo en las primaveras de mi infancia, ese es mi recuerdo. Ese domingo cuando hacíamos tertulia después de la catequesis, esperando la misa, bajo los tilos alineados junto a la iglesia, vimos llegar una vaca espantada que huía del mercado, no sé qué la había asustado. Cuando un animal se espantaba decíamos que le había picado la mosca. Los catequistas y catecúmenos tendríamos entre 3 y 40 años. Un niño de los más pequeños se asustó y corrió hacia su casa, él vivía allí cerca en Cangas de Arriba, cerca de la iglesia. Don Celso gritó:
-Cuidado con ese niño. Pero nadie corrió en su auxilio, el niño se dirigía hacia un camino estrecho bordeado de muretes de piedra que lo separaban de pequeñas huertas. Yo me refugié en la entrada de la iglesia con los demás. Al buscar la vaca con la mirada, vi a Juaco correr cerca del niño asustado, unos metros por delante de la vaca, vi cómo cogía al niño en sus brazos y corría lo más rápido que era capaz, la vaca le ganaba terreno, vi cómo dejaba al niño sobre un ribazo. Corrió y entró en una casa saltando la parte baja del cuarterón.
Sabéis que las puertas en las casas del Medio Rural solían tener una hoja inferior y otra superior, ésta solía estar abierta, la inferior cerrada impedía la entrada de animales. La vaca siguió corriendo espantada y me pareció que hacía un amago de husmear en el interior de la casa en cuyo zaguán Juaco se había refugiado. Luego Juaco volvió sobre sus pasos, recogió al niño y vino hacia la iglesia. Don Celso, visto el desenlace, dio el peligro por acabado y voceó que comenzaba la misa. Juaco llegó con los espectadores ya dispersos y por tanto privado de la gloria que creía haber merecido. A la salida de la misa recibió alguna que otra chanza, como si su papel hubiera sido más cómico que heroico, creo que hasta tuvo alguna pelea defendiéndose de las bromas que le parecieron inadmisibles. La verdad es que era bastante quisquilloso.
Padre, como puedes observar nunca llueve a gusto de todos, él recordaba este incidente como algo meritorio y cuando me lo comentó, no pude evitar reírme con esa risa contagiosa que tanto le gustaba a Juaco, pero ese día no le gustó nada. Siempre me decía: -Cómo envidio esa naturalidad, no me entiendas mal, llamo envidiar solamente a algo que me gustaría poseer y desgraciadamente no poseo, pero admiro.
Pero ese día no ese día se apartó de mi huraño y tardamos en retomar nuestra constante charla”.
Bueno padre no me imaginaba que Juan recordara aquello como algo cómico, es claro que “nadie es profeta en su tierra”. volveré a enviarte una carta el saber que te ves con Ignacio me anima a escribirte porque no se sus señas y espero que tu compartas con el mi correspondencia.
IV. Mi hermano Enrique
Querido padre: repasando la crónica de la familia escrita por el abuelo y adornada por el tío Manolo, me veo obligado a rememorar las cosas que voy a contar como cosa graciosa o épica según los casos.
Voy a hablarte de Enrique, mi hermano mayor con el que nunca conseguí una sintonía perfecta, supongo porque él cuando nos miraba a los “gemelos”, sólo veía al otro.
He dicho los gemelos porque mucha gente cree que éramos mellizos, que teníamos la misma edad, la verdad es que no es muy halagüeño para mí esa consideración, porque teniendo en cuenta que le llevo 21 meses eso decía algo de la impresión que yo causaba.
Bueno, Enrique efectivamente tenía una gran admiración por Juan y por mi no mostraba ninguna, hay que reconocer que siempre fue respetuoso y por tanto no hacía comparaciones demasiado sangrantes, fuera de aliarse con Maru cuando yo era bastante pequeño para decirme que yo en realidad no era su hermano, si no un gitano que vosotros habíais comprado en la feria de Montoro.
No sé si eso me hizo mucho daño o no, pero lo que sí es claro es que me hacían rabiar y ya sabes que con mi temperamento lo llevaba mal, porque no lo podía resolver a golpes con ellos como me hubiera gustado. Sabes que la desproporción del tamaño hacía inabordable este camino de eliminar mi rabia. Recuerdas que cuando me excitaba o me enfadaba se me hinchaba una vena en el cuello, que a los niños de mi edad les hacía gracia, aunque procuraban mantenerse un poco separados cuando mi “venina” aparecía.
Dicho lo anterior voy a contarte lo que recuerdo y de lo que de alguna manera considero que fue un error en nuestra educación. No voy a hablar demasiado del gorila pequeñito que volvía con vosotros en el barco desde Guinea al retorno a la península, que a mamá al parecer le hacía muchísima gracia porque se comportaba como un niño curioso y al parecer era graciosísimo.
Ella, mi madre, traía dos bebés, a Maru, entonces era la pequeña, Maru al parecer con sus nueve o diez meses venía sin un pelo en la cabeza, eso oí contar y tú lo atribuías a las carencias de aquel clima para los niños.
Enrique debía ser un chiquillo muy atractivo, porque se tomaba mucho interés en todo lo que veía, ya era muy determinado, decidido a conseguir lo que se proponía, creo eso fue lo que le hizo despertar admiración por donde quiera que fue. Yo nunca lo había entendido, nunca que se le tuviera ese respeto, que nunca vi dedicado a ninguna otra persona, bueno a ti también, pero al fin y al cabo tú eras un adulto que había tenido una vida bastante aventurera. Pero ahora reflexionando, creo que era eso, era su determinación su decisión de conseguir lo que se proponía.
Pero el gorilín superaba todo la atractivo de cualquier bebé humano, cuando se le enseñaba un espejo y se veía, enseguida miraba a detrás a ver quién estaba detrás, y otro sinfín de monerías insuperables, al margen de ser capaz de saltar y estirarse para coger cosas con los pies. Los bebés humanos también tienen el dedo pulgar prensil, pero lo más brillante que hacen en esa materia es chuparse los dedos de los pies.
Enrique ya mostraba el temperamento indómito que lo acompañó hasta que adquirió el uso de razón, bastantes años después de los siete a los que había adquirido madurez para los estudios, pero que aún no se había civilizado. No creo que su estancia en África lo haya marcado excesivamente en ese aspecto, pero creo que al no haber ido regularmente a clases hasta los nueve años, la escasa convivencia con otros niños y tu carácter, tendente a que la gente se defienda por encima de todo, lo mantuvo en un estado silvestre.
Pienso que cuando nos contabas sus cosas, el modo de contarlas haciendo hincapié en sus travesuras “salvajes”, creo que no eran una buena lección para los niños de mi edad cuando las oía contar.
Voy a hacer memoria cronológica de las cosas que oi contar de mi hermano Enrique.
Su primera aventura bélica fue que cuando era muy pequeño de meses en ocasiones lo metíais en la cuna con Adolfo y se comportaba como el cuco, la cuna era de Adolfo, pero Enrique que llegaba con 13 días más al parecer empezaba a patadas y acogotaba el pobre Adolfo que no se defendía. El pollo del cuco lo que hace es rascarse el lomo contra el nido y al frotarse y girar por el nido tira fuera a los polluelos legítimos de la nidada, creo que la abuela Ángela resolvía el asunto separando al belicoso de la víctima.
Es una buena forma de empezar glosando las hazañas bélicas de un niño de siete meses. Pero si se le cuenta un niño de cinco años la conclusión que saca no es la apropiada para una conducta comprensiva con los demás.
Sigo con las historias, a la vuelta de Guinea, Enrique tenía aproximadamente tres años y apenas hablaba. Llegó un día al tercero de Martínez Vigil nerviosísimo y tú descubriste qué lo que estaba diciendo era que Jesús, que tendría sus cinco años, y otro vecinito de una edad parecida, estaban en la escalera pegándole a Adolfo, tú le dijiste:
-Y tu que haces aquí que no defiendes a tu tío, vete y empieza patadas.
Él bajo corriendo las escaleras y empezó sin más preámbulo a patadas con los abusones, que salieron despavoridos y chillando. Una cosa es abusar de un infeliz que no se defiende y otra participar en una pelea en la que se reciben golpes, los cobardes son abusones, los abusones son cobardes.
Te cuento esto para que sepas que no estoy de acuerdo con aquella educación que nos diste, porque nos obligaste a meternos en cada jaleo que no tenía el menor sentido, no es que me metiera en jaleos solo porque tú me dijeras que me metiera, es que me metido en jaleos porque sabía que era lo que debía hacer y eso tú sabes que se paga caro.
Además, a veces, cuando venía contando que había pasado tal cosa o tal otra me exigías o premiabas con tus palabras cuando pensabas que había adquirido un compromiso grande, o castigabas con tu desprecio cuando no lo había adquirido.
Por otra vía, no por ti, me enteré que el abuelo Joaquín estaba escandalizado con Enrique, que era tan inquieto que no paraba y además se daba muchos golpes.
El abuelo decidió cogerlo de su mano y domesticarlo, al parecer se lo llevó al parque de San Francisco y se sentó con él en un banco a estar tranquilamente, se trataba de mantener a Enrique inactivo, para que se diera cuenta que no todo era correr arriba y abajo y hacer diabluras. El abuelo volvió a casa con Enrique descalabrado y contó que Enrique empezó a balancearse al lado del abuelo sin moverse del banco y en el impulso se cayó adelante y se abrió la frente, era incapaz de estarse quieto.
Volvamos a Enrique, a la parte “épica”, en Montoro.
Al haber mantenido a Enrique estudiando en casa con vosotros, sin integrarse en un colegio, y no haber compartido experiencias con otros niños, aprendiendo a respetar y saber que su derecho se acababa donde empezaba el derecho de los demás.
La cosa es que el tenía tiempo libre, lo compartía con Antonín el hijo de tu amigo Apolinar. Estos dos al menos en dos ocasiones se conjuraron para sitiar un colegio, donde estudiaban niños de hasta 10 años. Los dos inadaptados limpiaron la calle de guijarros que acumularon en dos esquinas a ambos lados de las puertas del colegio y apedrearon a los niños cuando salían. Tuvieron que salir las monjas y aun así costo trabajo amainar las agresiones de los facinerosos. Debemos tener en cuenta que Enrique volvió de Montoro con siete años y Antonín era algo más pequeño que él.
Oí contar esa historia, pero no con desaprobación que sería como yo lo contaría ahora. Además contabas, sin escandalizarte demasiado, de que en Montoro se decía que el niño más malo, era el niño del “lisensiao”. Sé que eso nos marcó algo, sobre todo a mi, que soy poco equilibrado y tendente a la exageración. Pero estas “lecciones” no han sido edificantes, tal vez era un programa de adiestramiento para la persona que tu querías que fuera yo.
Voy a contar sólo otra anécdota, Enrique estaba a punto de escolarizarse por primera vez, después pasó a integrarse en la Sociedad y a percibir a los demás como miembros de su tribu y no como a extraños.
Pero con nueve años a punto de incorporarse al instituto, como alumno oyente. Un día de verano te acompañó al instituto, él todavía no había empezado las clases y se quedo en la calle, mientas tu hacías tus quehaceres en el instituto.
Cuando acabaste con tus gestiones te encontraste a Enrique rodeado de niños. Al parecer lo que ocurrió fue que Enrique se acercó a un grupo de niños que jugaban y se quedó mirando sin integrarse, no fue invitado a jugar. Pero uno de los niños, un niño de su edad, pero más grande, se acerco a Enrique con descaro y le dijo:
-¿Qué miras ojos mirones? ¿Nunca viste a un gato con calzones?.
Creo que no le dio tiempo de acabar la frase, porque Enrique aunque estaba solo y los otros eran varios. Al parecer le propinó un puñetazo que lo dejó fuera de combate con una nariz sangrante.
Tú resolviste el incidente y es la última aventura que nos contaste de la épica de Enrique. Y supongo que al incorporarse a un grupo de chicos en los estudios, cambió la percepción de Enrique sobre los demás y las relaciones de colaboración, como competidores o ganado al que agredir.
En resumen papá, creo que yo intenté educar de un modo algo distinto a mis hijos, aunque siempre quise que fueran comprometidos y críticos, aunque sé que ser padre de personas críticas es incomodísimo.
Otro día te contaré más cosas de mi hermano Enrique, porque siguió siendo esa persona admirada y sólo Dios sabe porqué, pero siguió siendo ese mismo.
No te duelas demasiado de mis críticas, pero igual que tu me pones los puntos sobre las íes, creo estar en mi derecho de recordarte la tensión a que me sometiste y lo particularizo, porque aunque fuiste severo y cariñoso con todos nosotros, creo que a mi me diste un trato especial y en ocasiones estuviste a punto de quebrar mi espíritu, tal vez en ocasiones aflojaste al ver que me rompía.
Recibe un abrazo y seguiré con la crónica de tu padre.
V. La boda de mis padres, María Dolores Alonso Iglesias y Enrique Echeverría Bengoa.
Aunque no me apetece nada contar esta historia fea que conocí mucho más tarde de ser adulto, no tengo más remedio que contarla porque sin esto es difícil entender algunas de las cosas que condicionaron las relaciones de mi familia.
Como aparece en páginas precedentes mi padre fue profesor en la academia de San Isidoro y jefe de estudios durante una temporada. En esta misión recibía a los padres de los alumnos para tratar cualquier aspecto de su vida académica, fueran problemas, consejos o lo que fuera.
Mi madre María Dolores Alonso Iglesias, hija de Juan Alonso Fernández y de Ángela Iglesias, no recuerdo ahora su segundo apellido, lo cual demuestra la influencia que tiene la visión de las cosas en las que las mujeres alcanzan poco protagonismo, Y su hermano Juan eran alumnos de la academia San Isidoro y por tanto alumnos de mi padre, mi padre nació en el año 11 con lo cual por las fechas en las que era jefe de estudios tenía 23 24 25 años y mi madre que nació en el 18 no dejaba de ser un adolescente.
A raíz de la guerra mi madre se acercó a cuidar o animar a mi padre con sus heridas y se estrechó esa relación. Años más tarde en el 39 por los comentarios que he oído a mi padre en los últimos años de su vida sé que mi padre sentía un cierto compromiso con ella en el año 39 cuando estaba examinándose de sus dos últimas asignaturas en Madrid, aunque entiendo que no eran novios formales.
Cuando en el año 42, supongo, deciden formalizar su relación mi abuelo Juan no estaba de acuerdo con esa relación, creo que opinaba que mi padre había sido malherido y que iba a ser siempre una persona delicada y por tanto un marido inadecuado para su hija. Tal vez él pensaría que su hija iba a tener mejores proposiciones y por tanto mejores oportunidades de matrimonio. Tengo la impresión de que Juan se sentía de estirpe importante al ser hijo de la “Mayoraza de Lugones”, ese título había sido abolido por ley, cómo todos los mayorazgos, según entiendo en la constitución de Cádiz y por tanto los privilegios y las exigencias de las condiciones para recibir la herencia habían desaparecido.
Pero mi bisabuela se creía la Mayoraza de Lugones y conservaba una finca de proporciones bastante importantes al borde de Oviedo. La verdad es que al tener la madre de Juan 13 hijos, la ventaja hereditaria que pudieran tener había desaparecido y la fortuna de Juan que no dejaba de ser apreciable comparada con los bienes que tenemos en nuestra familia era sustanciosa. Todo esto lo llevaba a una soberbia que le permitía mirar por encima del hombro a esa familia de inquilinos, que eran universitarios, pero yo creo que pensaba qué “no tenían donde caerse muertos”.
Como decía, Juan se opuso la boda y María Dolores y Enrique decidieron ponerse el mundo por montera y casarse pese a la desaprobación paterna. Por nuestra relaciones con mi abuela Ángela, me parece que ella fue testigo sufriente de aquella situación.
Al parecer mi padre y mi madre salieron a casarse de la casa del, tercero de Martínez Vigil, vivienda de mi abuelo Joaquín, como ya sabéis estaba en el inmueble de mi abuelo Juan que era el propietario de toda la casa y mi abuelo Joaquín era su inquilino.
Tengo la fotografía de boda de la pareja vestidos de calle. Sé que mi madre fue a la iglesia con un sombrero que le prestó mi tía Matilde y que devolvió a la vuelta de la ceremonia.
Sobre esa desavenencia diré que mi madre exigió poder vender su piano para comprar los muebles de su dormitorio, que estuvieron en mi casa hasta que nos fuimos de Cangas de Onís al final del verano del año 68.
La relación de mi madre con sus padres se fue normalizando, pero en mi opinión esa relación nunca volvió a estar bien con mi abuelo Juan. Yo recuerdo a mi abuelo Juan como un viejo gruñón y antipático y ahora sospecho que era la imagen quedaba un hombre que no había aceptado nunca el matrimonio de su hija mayor. Tal vez hoy yo me parezco muchísimo en mi actitud con mis nietos a ese abuelo aunque nunca desaprobé ninguna de las relaciones familiares que establecieron ninguno de mis hijos, antes al contrario estoy muy contento de todas ellas y hasta aquí la penosidad por la que pasaron mis padres desde el comienzo de constituir su familia.
Solamente como anécdota porque no es el objetivo de esta crónica diré que mi hermano mayor nació en febrero de 1944, me refiero a Enrique Echeverría Alonso, ese hombre por el que vi sentir siempre admiración a todos y que nunca lo entendí del todo, la envidia es muy mala, escribo esto para disculparme porque aunque yo creo que no tengo envidia tengo que explicar que esa disintonía con todos tiene que tener alguna explicación y me adelanto yo a calificarme antes de que me califiquen los lectores. No pude evitar hacer una digresión. Te quería contar es que mi abuela dio a luz 13 días después que mi madre, de ese modo Enrique pasaba a tener un tío 13 días más joven que él al cual avasallar.